El alba invitaba a caminar por la parte más tranquila y deshabitada del lugar donde yo vivía. Pasaba largas horas andando algo perdido, sin rumbo aparente pensando en todo lo que estaba ocurriendo, pidiéndole en parte ayuda al padre, para saber qué decir a tantas personas que venían a mí creyendo que tenía todas las soluciones a sus preguntas. Algo mareado decidí sentarse cerca del río, enseguida llegarían las lavanderas y con sus cánticos mi alma se elevaría acompañada de esas voces celestiales.
Una vez hace ya tiempo, el antiguo párroco del pueblo, convencido de que era cierto lo que él mismo había hecho creer a los aldeanos, me dijo que jamás lograría sustituirlo si la gente no confiaba plenamente en mi don por conocer absolutamente cada una de las respuestas. Recuerdo que sentí miedo al verle pronunciar aquellas palabras, ese día le vi como alguien diferente a lo que siempre había creído que era. Solo Dios conoce eso de lo que él aseguraba saber ¿entonces?
Mis dudas contínuas le volvían loco, tanto que llegó a mandar varias cartas a sus superiores diciendo que no me veía capaz de continuar con la obra en el pueblo, sentía que no había fe real en mi y que ningún ciudadano iba a creer en mis palabras, yo venía a ser algo como una mala hierba que había que desechar.
No miento si digo que hubo un tiempo en que incluso yo mismo creí lo que él se empeñaba en hacerme pensar, pero como todos los designios del maestro, mi ordenación acabó por realizarse una fría tarde de octubre, con la plena confianza de que realmente había sido llamado por el ser mas grande que existe.
A don Jacobo, como siempre le gustaba que se dirigieran a él, le faltó una dosis de humildad en todo el tiempo que permaneció con nosotros. Un cura de ciudad que fue obligado a pasar gran parte de su vida en un pueblo pequeño que subsistía gracias a la agricultura y donde la mayoría creía poco en lo que representaba. No consiguió demasiado en su lucha por hacerles sentir de verdad y eso terminó con él, creyó ser un fracasado en su particular batalla.
Quise cambiar muchas cosas que sentía no eran las correctas, por eso continúe trabajando en el campo junto a mi familia, seguir manchándome las manos con la tierra no era algo sucio a ojos del que todo lo ve.
Madrugaba mucho más que el resto para que mis quehaceres espirituales no quedaran en un segundo plano, siempre eran lo primero, así lo había decidido yo mismo. Pedía que al dirigirse a mí lo hicieran por mi nombre y si les incomodaba, me llamaran padre, pero que no utilizaran Don.
Eso daba la impresión de poner una barrera, de crear distancia entre quienes eramos hermanos a los ojos del Señor, ¿acaso a Él le decimos Don Jesús? El respeto si es sincero es capaz de atravesar lo que no vemos, quienes creen en Él saben que es cierto.
Conseguí mucho con gran esfuerzo, personas que jamás habían pisado la iglesia venían con interés sincero de aprender y escuchar que palabras podía transmitirles en nombre de un ser desconocido por ellos, de un hombre que había muerto luchando por la igualdad, los derechos del ser humano, la vida sin distinción ninguna, alguien que entregó su futuro aún sabiendo que muchas personas no entenderían nunca su significado.
Leía pequeños párrafos de la biblia, los cuales después solía convertir en historias adecuadas a la poca base cultural que la mayoría poseían. Ver a tantas personas atentas a mis palabras sabiendo que en verdad las comprendían hicieron que sintiera que mi camino era el correcto.
Los niños disfrutaban cuando podía hacer que intervinieran en mis relatos. Quizá si hablo del último que hice, desde ahí, entenderéis mejor qué sucedía en nuestra iglesia.
Quería que entendieran cómo Dios se dirigió a Moisés para advertirle de lo que sucedería tras su partida, que pidió que Josué fuese junto a la tienda de la reunión y desde allí explicarles qué hacer.
José, el hijo del panadero, quien llevaba años siendo un gran monaguillo, hacía de Josué. Andrés, el mayor de los hijos del boticario, hizo de Yavé y yo actúe como Moisés. Los niños casi nunca debían hablar, es mas complicado cuando ellos han de aprenderse un texto, pero en esta ocasión Andrés lo hizo muy bien.
José y yo permanecimos en la parte izquierda del altar y Andrés vino andando lentamente y se quedó en el centro, entonces dirigiéndose a mi, dijo: “ya vas a dormir con tus padres, el pueblo me abandonará y romperá la alianza que tengo con él, entonces yo le abandonaré y muchas desgracias caerán en él.
Que los israelitas lo sepan, escríbelo Moisés".
Mi cara era de satisfacción. El niño, metido en el papel del padre, se veía entristecido y José lloraba a mi lado agarrado a la sotana con fuerza y me miraba algo asustado. Entonces mi fiel monaguillo, mientras la gente aplaudía, me dijo: "padre, yo continuaré siempre su obra, no tema a la muerte".
¿Acaso no os da que pensar cómo un niño que desconocía quién era Josué pudo tener tan sabias palabras conmigo un día antes de que yo falleciera?
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